Desde el ejercicio de mi profesión como periodista, Beatriz Sarlo nunca fue simplemente una entrevistada o una autora más; para mí, conversar con ella significaba una experiencia única, un intercambio que oscilaba entre el respeto y la tensión, siempre en una relación cercana y de aprendizaje. Ella fue mi profesora más querida en la universidad, una figura que influyó profundamente en mi destino lector y teórico, y que nunca dejó de ser una maestra en su estilo y pensamiento.
Sarlo era consciente de que mi intención no era dañarla ni exhibirla, pero en las entrevistas, su carácter y manera de responder podían hacerla incómoda, incluso sin decir una palabra. La capacidad de detectar su nivel de incomodidad en el gesto o en la respuesta, y responder con arrojo y conocimiento, la convertían en una interlocutora desafiante, siempre preparada para el contraataque. Su argumentación, cultivada en décadas de debates tanto públicos como privados, la hacía imbatible. Era una gran jugadora de truco: simulaba desconocimiento para proteger su saber, siempre logrando que la conversación se acomodara a su ventaja.
La entrevisté en múltiples formatos: en vivo en la Feria del Libro, por zoom en pandemia, y en salas llenas de admiradores. Siempre destacó por su estilo canchero y elegante, que resultaba magnético. En una charla sobre feminismo y derechos de las mujeres, Sarlo respondía a la defensiva, intentando marcar su posición sin identificarse completamente con el movimiento feminista militante. Se consideraba, más que una feminista, una mujer que había tenido suerte por su origen familiar y su educación, que había evitado los riesgos del machismo excesivo, pero que, al profundizar en la conversación, revelaba que también ella enfrentó desigualdades y comentarios inapropiados.
Cada encuentro con Sarlo fue un espacio de ideas, historias y citas que enriquecían y sorprendían. Desde mis veinte años, con la pasión por la Literatura Argentina, observar cómo su participación se fue ampliando en el debate público, hasta convertirse en una figura influyente en la opinión de grandes audiencias, fue algo fascinante. Sus columnas en medios nacionales abordaron desde política hasta temas más cotidianos —cirugías estéticas, shoppings, redes sociales— ampliando su alcance y mostrando una intelectual de la república comprometida con la vida social.
Nunca le convenció totalmente la política, prefería profundizar en literatura o en temas sociales periféricos, donde se sentía más segura y cómoda. Sin embargo, las cuestiones que tocaban a todos, aunque fascinantes en principio, muchas veces forzaban su tiempo y energía en temas efímeros, lo cual, en los últimos años, pareció restar profundidad a su habitual lucidez.
¿Valió la pena que Sarlo dejara el ámbito académico para incursionar en escenarios masivos? Sin duda, sí. Esa forma de hacer política y de intervenir en la esfera pública, propia del modelo de intelectual que admiró y buscó reproducir, aportó mucho. Con frecuencia, después de su trabajo, muchos la recordaron como ‘maestra’, dejando una huella que trasciende su labor académica y que enriqueció el debate democrático y social del país.