
El problema no radica en que las máquinas cada vez sean más inteligentes, sino en la resistencia social a reconocer esa inteligencia. Nos incomoda pensar que algo creado artificialmente pueda aprender, generar respuestas coherentes o incluso razonar, reforzando la idea de que detrás de la tecnología solo hay procesamiento de datos sin comprensión real.
Esa actitud revela una dificultad más profunda para ampliar nuestra noción de inteligencia. Durante siglos, se creyó que la inteligencia era un atributo exclusivamente humano, definido por filósofos como Platón, Aristóteles, Descartes y Kant, en términos de razón, comprensión y capacidad de resolver problemas, sin consideraciones biológicas o espirituales.
Hoy, la Real Academia Española define la inteligencia como la facultad de comprender, entender o resolver problemas. Bajo esa perspectiva operativa, la inteligencia artificial cumple con creces estos criterios, ya que analiza patrones de información y resuelve problemas con eficacia, muchas veces superando la capacidad humana.
No obstante, la visión común asocia la inteligencia con figuras excepcionales como Einstein o Darwin, una idea que limita su alcance y la vincula casi exclusivamente con la razón o la ciencia. Esta percepción deja de lado otras formas válidas de inteligencia, presentes en la vida cotidiana: en la interpretación de gestos, improvisaciones, soluciones rápidas o ideas frente a adversidades, sin importar sexo, edad o condición social.
Además, la inteligencia no se limita a tareas específicas; es una capacidad múltiple que nos permite percibir, entender y actuar coherentemente. Aceptar esa amplitud facilitaría reconocer en las máquinas un tipo de inteligencia, dejando de verlo como un asunto filosófico.
El tema se torna aún más delicado cuando entramos en el terreno de los sentimientos. Muchas personas creen que la inteligencia emocional equivale a “sentir más”, cuando en realidad se refiere a la conciencia y gestión de las emociones. Una herramienta como ChatGPT puede reconocer patrones emocionales en el lenguaje, detectar tonos y responder de manera empática. Aunque esa empatía sea simulada, no por ello pierde valor como forma de inteligencia: una empatía funcional, basada en el reconocimiento de emociones ajenas, es una manifestación válida, aunque aún lejos de la profundidad humana.
El rechazo a aceptar inteligencia en las máquinas tiene raíces profundas. Lo realmente disruptivo es aceptar una inteligencia sin biología, que nos confronta con la posibilidad de que pensar y sentir no sean exclusivas humanas. Durante siglos, consideramos que razonar era lo que nos diferenciaba del resto de la naturaleza; sin embargo, animales también aprenden, comunican y resuelven problemas complejos, desafiando esa visión.
El verdadero desafío no es definir si la IA es inteligente, sino entender que la inteligencia puede adoptar formas diversas: biológica, artificial, colectiva o emocional. Todas representan la capacidad de aprender, adaptarse y responder. Negarlo es mantener una visión antropocéntrica que limita nuestra percepción del mundo.
Aceptar esta pluralidad de formas de inteligencia nos invita a redefinir nuestro papel en un ecosistema de inteligencias que interactúan, se retroalimentan y expanden. La resistencia a reconocer otras formas no responde a un temor tecnológico, sino a un temor a perder la exclusividad humana. Mientras las máquinas sigan resolviendo problemas que nosotros formulamos, la discusión sobre su legitimidad será eterna. La verdadera inteligencia tal vez no radique en si las máquinas pueden razonar o sentir, sino en aceptar que ya no somos los únicos en poseerla.