‘Los héroes en Colombia sí existen’ fue una campaña de 2009 durante el segundo mandato del expresidente Álvaro Uribe Vélez, que exaltaba la labor de miles de miembros de la fuerza pública que, desde diferentes territorios, luchan por proteger a la población civil en medio del conflicto armado. Sin embargo, el 2 de mayo de 2002, esa protección falló en Bojayá, un municipio de Chocó caracterizado por la pobreza, las carreteras de trocha y la ausencia del Estado.
Ese día, tras semanas de enfrentamientos armados entre el frente 58 de las Farc-EP y las Autodefensas Unidas de Colombia, un ataque con pipeta bomba en la iglesia del corregimiento Bellavista dejó 98 muertos, entre ellos 48 menores, y heridas que marcaron a toda una comunidad. La tragedia pudo ser aún mayor si no hubiera sido por la intervención de un héroe inesperado: el padre Antún Ramos.
Antún Ramos Cuesta, originario de Bagadó, Chocó, de 29 años en ese entonces, vivió y vio la explosión de cerca. Resultó con heridas en la frente y pies incrustados en restos de Eternit, pero su presencia de espíritu y liderazgo le permitieron escuchar el grito de los sobrevivientes: “¿Qué hacemos, padre?”. Su respuesta fue inmediata: escuchar, atender y actuar.
Este relato, que relata en su libro 'Bojayá, relato del padre que sobrevivió a la masacre', que presentará en la Feria Internacional del Libro de Cali el 25 de octubre, revela detalles de esa jornada fatídica, tras 23 años de reflexionar para no revivir tanto dolor. En entrevista, el padre relata cómo, en medio de su juventud y noviciado, su misión en Bojayá se convirtió en un acto de resistencia y esperanza.
Nacido en 1973 en Bagadó, Chocó, Antún describe su comunidad como un lugar de cultura río, tradiciones católicas y alegría en celebraciones como la Virgen de la Candelaria y Semana Santa, tradiciones que aún conserva en su memoria y alma. A los 52 años, con cicatrices de amenazas, secuestros y la pérdida de su madre, su historia es de lucha y resistencia.
Antes de la tragedia, Bojayá era una tierra tranquila, con problemas de inundaciones y un abandono estatal notable. Sin embargo, a finales de los años 90, la presencia paramilitar comenzó a extenderse en la región. En 2002, tras varias alertas ignoradas por el Estado, los paramilitares retoman el control del territorio, lo que desemboca en la masacre.
El 20 de abril de ese año, las alarmas contra el avance paramilitar fueron frecuentes, pero las autoridades no actuaron a tiempo. La mañana del 2 de mayo, más de 600 habitantes estaban confinados en iglesias y centros comunitarios, buscando protección. La pipeta bomba cayó en la iglesia, donde madres tranquilizaban a sus hijos, creyendo que la pesadilla pasaría.
Antún relata que, pese a las heridas y el caos, su instinto de protección y liderazgo emergió. Con una sábana blanca atada a una pala, lideró una marcha en medio de disparos, exigiendo el respeto por la vida: “¿Quiénes somos? La población civil. ¿Qué exigimos? Que nos respeten la vida”.
Su misión era llegar al hospital en Vigía del Fuerte, donde los recursos eran más adecuados, pero en el camino, la violencia y los obstáculos de las fuerzas armadas complicaban la ayuda. Guardaba en su iglesia 500 galones de gasolina, temeroso de una chispa que pudiera detonar una tragedia aún mayor. Recordar esa reserva le llena de temor, pues un accidente podría haber acabado con todos.
El relato de Antún revela detalles desconocidos, como la reacción de las guerrilleras ante la destrucción o la respuesta de los actores armados al desastre, aspectos que aún se investigan y que en su libro encuentra su lugar. Tras la tragedia, el padre se exilió en Europa por amenazas, pero volvió a servir en Chocó, esta vez en Tutunendo, siempre como un héroe anónimo que trabaja en silencio por su comunidad, sin esperar reconocimiento, aunque su ejemplo inspira a otros líderes rurales.