El miércoles 6 de noviembre de 1985, Bogotá amaneció como cualquier otra jornada laboral, pero a las 11:40 a.m. ese día una ráfaga de disparos rompió la calma, marcando la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. La guerrilla irrumpió en la Plaza de Bolívar con tanques, helicópteros y disparos, en un enfrentamiento que dejó noticias impactantes en la capital. Desde fuera, la ciudad aún intentaba procesar que ese día también había sido eliminado del Mundial de 1986.
El objetivo de los insurgentes era realizar un ‘juicio popular’ al proceso de paz y al gobierno de Belisario Betancur, usando a los magistrados como testigos y al país como testigo involuntario. Sin embargo, la rápida respuesta del Ejército y la Policía cercó el Palacio, iniciándose un intercambio de fuego que dejó secuelas en el edificio considerado un símbolo nacional.
Mientras tanto, en otra zona del centro, Eduardo Retat, entrenador del Unión Magdalena, concluía su sesión de concentración con sus jugadores cuando un cañonazo en la televisión mostrando el conflicto en el Palacio interrumpió su rutina. Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte, suplicaba que cesara el fuego mientras la tensión en los medios crecía.
Al mediodía, la Liga de Fútbol Colombiano mantenía vigente la programación del partido entre Millonarios y Unión Magdalena, correspondiente a la primera fecha del octogonal final. La capital ardía, y el fútbol parecía irrelevante frente a la devastación. Sin embargo, el Ministerio de Comunicaciones ordenó una estricta censura: se pidió prudencia en los medios y la suspensión de transmisiones en directo desde el Palacio, buscando mantener silencio y distraer a la opinión pública.
Esa jornada, los jugadores y el público en El Campín vivieron un ambiente de nerviosismo. Cerveleón Cuesta, defensa de Millonarios, rememoró que en la tarde alguien anunció que el partido sería transmitido en televisión. La cancha lucía vacía, con solo diez mil espectadores, y el eco de las explosiones y sirenas sobrecogía el entorno.
A las 8:30 p.m., en un acto casi surrealista, las cámaras retransmitieron en vivo el encuentro futbolístico, mientras en la Plaza de Bolívar las llamas consumían expedientes y la ciudad permanecía en silencio. La transmisión, ordenada por el Estado, convirtió ese partido en una pantalla de humo, mientras la realidad de la toma seguía sin solución. Nadie celebró goles; solo se percibía la indiferencia forzada del relato televisivo.
El resultado final fue de 2-0 a favor de Millonarios, pero la verdadera pérdida fue la multitud de vidas, con 98 muertos, incluyendo 11 magistrados, y cientos de heridos y desaparecidos. La transmisión del partido quedó registrada como un distractor que buscó esconder la magnitud de la tragedia y la vulnerabilidad institucional del país.
Años después, en su defensa, Noemí Sanín, entonces ministra de Comunicaciones, afirmó que su acción fue un deber para evitar una destrucción aún mayor, en referencia a la dramática situación en la que el Palacio de Justicia ardía. Mientras tanto, el entrenador Eduardo Retat admitía que la realidad de ese día no podía ser ignorada, y que la pólvora y el humo del Palacio lo dejaron sin dormir.
La historia recuerda aquel día como uno de los más oscuros del país, donde el poder utilizó el fútbol como cortina de humo. Hoy, esas decisiones permanecen en la memoria como un recordatorio de cómo la manipulación y la censura pueden ocultar las heridas abiertas de una nación en crisis.