La presencia de aromas, sabores y colores en los altares del Día de Muertos transforma cada hogar mexicano en un espacio donde la memoria y la identidad nacional se expresan a través de la gastronomía. Esta celebración, declarada por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, se vive cada 1 y 2 de noviembre, cuando miles de familias preparan ofrendas dedicadas a sus seres queridos fallecidos, decoradas con flores, veladoras, fotografías y, en el centro, una selección de platillos tradicionales.
La comida en esta festividad tiene un papel que va más allá de lo simbólico. La creencia popular indica que las ánimas regresan en estos días para disfrutar de los alimentos y bebidas que más apreciaban en vida. Por ello, la elección de los platillos en la ofrenda responde tanto a la tradición como al deseo de honrar la memoria de los difuntos con sus sabores favoritos.
Entre los elementos gastronómicos más emblemáticos destaca el pan de muerto, un pan dulce decorado con formas que evocan huesos y lágrimas. Aromatizado con azahar y anís, este pan simboliza la conexión entre la vida y la muerte, convirtiéndose en un símbolo imprescindible de la temporada. Su presencia en el altar no solo adorna, sino que también fomenta la convivencia familiar.
Los tamales ocupan un lugar esencial en las ofrendas mexicanas. Elaborados a base de masa de maíz y envueltos en hojas de maíz o plátano, se presentan en múltiples variantes: rojos, verdes, de mole, de rajas con queso o dulces con pasas. Este platillo remite a las raíces prehispánicas de México y fortalece el sentido de comunidad y pertenencia.
El mole, especialmente en su versión poblana, destaca por su sabor complejo y su variedad de ingredientes. La combinación de chiles secos, especias, chocolate y otros componentes resulta en un guiso de sabor intenso, que suele acompañarse con pollo o guajolote y arroz. La elaboración cuidadosa del mole refleja respeto y cariño hacia los difuntos, haciendo de este platillo una ofrenda digna.
En los postres, la calabaza en tacha ocupa un lugar especial. Este dulce se obtiene al cocer calabaza con piloncillo, canela y clavos de olor, y es característico de las ofrendas del centro del país. Su dulzura y aroma evocan la calidez del hogar y los recuerdos de los abuelos, además de simbolizar la cosecha y el ciclo de la vida.
Las bebidas calientes también forman parte de la ofrenda. El atole, preparado con masa de maíz, agua o leche, endulzado con canela y piloncillo, es una presencia constante en los altares. El champurrado, que lleva chocolate, se reserva para las noches, ya que se cree que ayuda a guiar el camino de las almas. Estas bebidas complementan los platillos sólidos, enriqueciendo la experiencia sensorial de la celebración.
En algunas regiones, especialmente en el occidente y sur de México, el pozol, un caldo espeso hecho con maíz cacahuazintle y carne de cerdo o pollo, se suma a los platillos en las ofrendas. Se considera un alimento festivo, ideal para compartir con vivos y difuntos.
La inclusión de estos alimentos en el altar no solo busca alimentar el espíritu de los difuntos, sino que también ayuda a preservar y transmitir las tradiciones culinarias mexicanas. La ofrenda se transforma en una expresión tangible de amor y memoria, donde el sabor actúa como un puente entre el mundo de los vivos y el de los muertos.