Lula y el reto de gobernar sin antagonistas: el fin de la narrativa del monstruo

Por: Equipo de Redacción | 19/10/2025 00:30

Lula y el reto de gobernar sin antagonistas: el fin de la narrativa del monstruo

En política, al igual que en la literatura, los monstruos no solo inspiran temor, sino que también estructuran las historias nacionales. En Brasil, Jair Bolsonaro sirvió durante años como un símbolo del enemigo necesario para que el lulismo consolidara su relato de defensa de la democracia frente a una supuesta dictadura. Sin embargo, con la salida de Bolsonaro del escenario político, este guion se desintegra y la hegemonía discursiva del gobierno comienza a tambalear.

La reciente condena al expresidente, impulsada por la Suprema Corte de Justicia (STF) bajo la dirección de Alexandre de Moraes y con un respaldo tácito del Ejecutivo, logró neutralizar al adversario electoral más temido por el Partido de los Trabajadores (PT). No obstante, el voto disidente del ministro Luiz Fux reveló que el fallo fue mucho más político que jurídico, pues señaló la falta de pruebas, de tipicidad penal, respeto al debido proceso y proporcionalidad en las penas.

Michel Foucault, en su obra “Defender la sociedad”, explica que las sociedades modernas construyen monstruos políticos no solo para temerles, sino para definirse en oposición a ellos. Bolsonaro cumplió esa función: fue “el fascista” y “el antipatria”. Desde esa figura, el lulismo tejería el mito del “pueblo democrático” enfrentado a sus “enemigos de la democracia”. Pero cuando ese monstruo se desvanece, el poder debe gobernar sin un relato de guerra, y surge la necesidad de construir un nuevo antagonista que legitime su autoridad.

Actualmente, Lula enfrenta ese incómodo espejo. Sin una amenaza fascista que justifique alianzas internacionales o discursos excepcionales en redes sociales, emergen problemas económicos: una economía estancada, una tasa de interés elevada que limita el crédito, una presión fiscal insostenible y una clase media que ha dejado de sentir miedo y vuelve a mirar sus bolsillos.

El desgaste político del gobierno también es evidente, con pérdida de apoyos en el Congreso y una base aliada cada vez más fragmentada. Las reformas estructurales no avanzan, el mercado refleja desconfianza y en las calles, además del discurso polarizador, predominan manifestaciones masivas pro-amnistía, encabezadas por figuras como Tarsício de Freitas, gobernador de San Pablo.

En este contexto, el sistema político brasileño empieza a respirar un aire distinto. La aparición de gobernadores jóvenes como Tarcísio de Freitas y Ratinho Júnior no solo oxigena el escenario, sino que redefine el eje del debate público. Se busca construir una derecha moderna, orientada a la gestión y alejada de la polarización y del pasado. Estos nuevos actores no tienen antecedentes de confrontación ni cargas judiciales, y representan la posibilidad de un Brasil que supere la dicotomía “ellos o nosotros”.

Mientras tanto, Lula busca un nuevo enemigo y todo indica que será Estados Unidos, en especial el expresidente Donald Trump, a quien ha señalado como símbolo de amenazas externas a la soberanía económica de Brasil de cara a las elecciones de 2026. Sin Bolsonaro en competencia, Lula necesita un antagonista para recuperar la épica narrativa.

No obstante, el electorado brasileño parece haber cambiado el enfoque. La imagen de Lula se recupera, pero esa estabilidad es frágil. Sin Bolsonaro, el miedo ha disminuido, y ahora se exigen resultados tangibles: empleo, ingresos, seguridad y estabilidad. El margen para discursos heroicos se ha agotado; lo que se requiere son gestiones eficaces.

Este es el verdadero desafío de Lula y su entorno. En un escenario donde la amenaza que facilitaba su liderazgo ha sido neutralizada – aunque mediante un fallo judicial cuestionado – el oficialismo debe construir su futuro sin recurrir a la épica y sin enemigos claros. Sin un “monstruo querido”, el poder queda más expuesto, y la sencillez de la narrativa se vuelve mucho más compleja de sostener.